EL MÁS ALLÁ

¿Para qué quiero vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de mi vida sobre la tierra?

¿Quién soy yo como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estoy en este mundo?, ¿de dónde vengo?, ¿para dónde voy?, ¿qué será de mi después de esta vida terrena?  ¿Qué encontraré más allá del sepulcro?

Estas son, algunas de las preguntas más trascendentales, que se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante esta, palidecen y se esfuman toda esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto nos preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra existencia, es el de nuestro destino eterno.

Se puede reunir el Gobierno con todos los grupos guerrilleros, en la Habana o en cualquier otro lugar, pero no lograrán poner orden y en paz a nuestra sociedad hasta que se arrodillen ante Cristo: luz del mundo y se convenzan de que por encima de todos los bienes terrenos, de todos los egoísmos humanos es necesario salvar el alma y tomen conciencia de que es necesario poner en práctica, cómo mínimo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales y sin ella será absolutamente inútil todo cuanto se intente.

Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.  Y entre los dos extremos del negro absoluto y del blanco absoluto una escala infinita de grises. 

Los primeros podrían tener como símbolo una sala de fiestas, una discoteca, un restaurante de moda y sobre la fachada una inscripción: No hay más allá.  En consecuencia, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Esta sería la concepción materialista de la vida.

Pero hay otra concepción: la espiritualista.  La que se enfrenta con los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una capilla o una catedral y en cuya fachada un cartel que diría: Hay un más allá   O una más larga, pero más gráfica y expresiva: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?

Y he aquí, la formidable disyuntiva que tenemos planteada en este mundo. No podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por el mero hecho de haber nacido: “ya estamos embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda aventura.  Tenemos que tomar partido, tomar posición.  Ante este problema pavoroso del más allá. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, lo contrario implicaría renunciar no solo a la fe cristiana, sino también a nuestra condición de seres racionales.

Y frente a estas dos concepciones de la vida es que yo me paro y decido el rumbo que he de tomar para mi vida.

Para seguir, es necesario hacer una reflexión sobre el creer.  El que no esta dispuesto a aceptar la verdad no la va a aceptar así brille ante él más clara que el sol.  Desde el Punto de vista de la razón no hay ni puede haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él.

Es imposible, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Esto es imposible desde todo punto!

El problema, se plantea frente a los incrédulos de corazón.  Que no tienen argumentos contra la fe pero si un montón de cargas afectivas.  Y no creen porque no les conviene creer.  Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

En cambio, cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia.

San Agustín que conocía esta psicología del corazón humano escribió esta frase genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna.  Y ahora decimos nosotros en los grupos de oración, el que cree no necesita ninguna prueba, pero en cambio para el que no cree no alcanza ninguna prueba.

Al que no cree no le interesan las cosas de “los curas y de las monjas” y al que cree no necesita que le planteen estas cosas de “curas y monjas”.  Por eso esta reflexión no la dirijo ni al que cree ni al que no cree, se la dirijo a quien no se haya planteado el problema del más allá.

Para hablar de la existencia del más allá, voy a proponer tres argumentos. Sencillos, claros. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.

Primer argumento. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.

Vamos a suponer contra toda lógica y contra el sentido común, que la razón humana no ofreciera ninguna prueba de orden puramente natural y humano, sobre la existencia del más allá, sino únicamente sobre su posibilidad.

¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?

Es indudable, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad, por eso no podría tomarse como si fuera un chiste.

Es el caso de los seguros, la sola posibilidad de la ocurrencia del siniestro previsto nos lleva a tomar el seguro: contra el robo, contra el incendio, contra el terremoto, etcétera.

Si no tuviéramos certeza del más allá y solo estuviéramos ante la mera posibilidad de la existencia del más allá, con la posibilidad de premios y castigos eternos, la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma.  Porque, si efectivamente hubiera infierno, nos condenáramos para toda la eternidad, y lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre.  Y no se trata de fortuna material, de tierras, o joyas, sino nada más y nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.

Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!

En cambio, dentro de esta hipótesis, de la mera posibilidad del más allá los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, imaginando, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales; y nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...”

Segundo argumento: Desde un plano exclusivamente filosófico también se puede demostrar la existencia del más allá así como la existencia del alma, de hecho estamos naturalmente más seguros de la existencia del alma que de la existencia del propio cuerpo.

El cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma de ninguna manera podría serla del cuerpo, lo cual se puede demostrar con tres argumentos, uno ontológico, otro histórico y por último uno de teología natural.

1º. Argumento Ontológico.  Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma. Pensamos en cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos o externos. Tenemos, por ejemplo, ideas clarísimas de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales y esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, completamente, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas.  Los sentidos no nos dicen absolutamente nada respecto de ellas, y sin embargo, ahí están.  Esto es un hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten.

Por lo tanto, es claro que el alma existe, y es evidente que es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: en consecuencia, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Si el alma es espiritual, es simple, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, pero ojo NO TODO LOS SIMPLE ES ESPIRITUAL.  Lo espiritual es simple porque carece de partes, porque las partes afectan únicamente al mundo corporal, al mundo físico y como es simple porque no tiene partes es indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.

El alma sería por su propia naturaleza indestructible, no se puede descomponer en consecuencia sería intrínsecamente inmortal.  Solo Dios, que la ha sacado de la nada, podría destruirla aniquilándola.

Dios puede hacerlo, pero no lo hará y sabemos que no lo hará porque así nos lo ha revelado el mismo.  No la destruirá, al alma, jamás.
 

2. º Argumento histórico. la humanidad entera, las personas de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las latitudes, de todas las épocas,  y sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, de la existencia del más allá, de las deidades, de Dios, de la existencia del alma, de la inmortalidad, que hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre.  Esa exigencia de la  propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Esto no puede fallar,  Un deseo natural y común a todo el género humano, tiene que proceder directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso o imaginario, si así fuera, supondría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba de manera apodíctica, que el alma es inmortal.

3. º Argumento de teología natural, y como consecuencia de los dos anteriores, A Dios y sus atributos llegamos únicamente con el ejercicio de la razón natural.  Es decir, sin que tenga que mediar revelación alguna de Dios de si mismo o de sus atributos divinos.

Dice la filosofía que forzosamente debe haber un más allá, porque así lo exigen tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría de Dios, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana.

El deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige, también, la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad.

Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. Queremos sobrevivirnos.  Personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es, ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío.

Todos tenemos este deseo natural de la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad, y esto es herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Muchas personas se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?” 

La respuesta de esta pregunta es muy sencilla. Dios permite este escándalo, estas injusticias tan irritantes y tan desagradables, porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.  Pues para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.

Tercer Argumento. La revelación divina es prueba definitiva e infalible de la existencia del más allá. 

¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.

Dios ha hablado. Él se ha hecho hombre.  Como uno cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje el camino del cielo. y nos ha dicho:
“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)
“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo ha dicho Cristo, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6)


¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! 

1 comentario:

Unknown dijo...

El Señor Dios de la Vida y de la Eternidad, quien ha puesto en tu intelecto estas palabras tan profundas y ciertas, te siga bendiciendo,
La meta es el cielo! y es por los siglos de los
siglos!