EL JUICIO DE DIOS | EL JUICIO PARTICULAR

Inmediatamente después de muertos, damos razón de nuestros actos, omisiones, palabras y pensamientos, en el juicio particular y de acuerdo con estos el premio o el castigo y más adelante habrá otro juicio.  El Juicio Final.  En el juicio particular doy cuenta de mis actos como individuo y en el juicio universal soy cuenta de mis actos como miembro de la sociedad.

Una vez muerto, bajo la circunstancia, o el modo que sea, preparado o no, creyente o ateo, vendrá el ineludible juicio de Dios.

Los cristianos católicos creemos que la muerte es el nacimiento a la vida, es el paso a la inmortalidad, la entrada a la vida verdadera y que es un fenómeno más aparente que real, puesto que en principio al alma no la toca y afecta únicamente al cuerpo, que muere de manera provisional, pues de acuerdo con uno de los dogmas luego vendrá la resurrección de la carne.  Así las cosas la muerte en si misma no tiene ninguna importancia, es un simple tránsito a otro estado.

El problema real con la muerte, es que, en ese mismo momento deberemos afrontar el juicio de Dios.  De acuerdo con la revelación pública, hecha por Dios a San Pablo: “está establecido por Dios que los hombres mueran una sola vez, y después de la muerte, el juicio” (hebreos 9, 27).  Este será inmediatamente después de la muerte de la persona.

En este juicio que es personal daré cuenta únicamente de mis actos, omisiones, pensamientos, palabras.  De lo que hice y de lo que dejé de hacer.  Acá seré condenado o premiado y es un juicio particular, porque soy una persona humana particular, me juzgarán por lo que hice o dejé de hacer y que me afectó solo a mí.  En este juicio gano o pierdo la vida eterna, así de simple.

Pero, de todas maneras sabemos que habrá dos juicios, el segundo, que es el juicio universal está mencionado en Mateo 25,32 y otras citas. Y será inmediatamente después de la resurrección de los muertos.  Este que es una verdad de fe, se trata de un juicio colectivo en que se analizará mi conducta de acuerdo con las consecuencias que ella tuvo en mi entorno social y familiar.

Este es un juicio público, solemne: “Vi un trono espléndido muy grande y al que se sentaba en él. Su aspecto hizo desaparecer el cielo y la tierra sin dejar huellas. Los muertos, grandes y chicos, estaban al pie del trono. Se abrieron unos libros, y después otro más, el Libro de la Vida. Entonces los muertos fueron juzgados de acuerdo a lo que estaba escrito en los libros, es decir, cada uno según sus obras” (Ap. 20, 11-14). Seré analizado frente a todo el mundo y todos, absolutamente todos, verán por qué se me condenó o por qué me salvé: “todo se conocerá, hasta las acciones más secretas de cada uno” (Rom. 2, 16).  “Cuando el Hijo del Hombre venga en su Gloria rodeado de todos sus Ángeles, se sentará en su Trono como Rey glorioso. Todas las naciones serán llevadas a su presencia, y como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos, así también lo hará El.  Separará unos de otros, poniendo las ovejas a su derecha y los machos cabríos a su izquierda” (Mt. 25, 32).

San Pedro y San Pablo también se ocuparon del tema del Juicio en varias oportunidades y nos aseguran que Dios juzgará a cada uno según sus obras sin hacer diferenciación de persona, de raza, de origen o de religión. (1 Pe. 1, 17 y Rom. 2, 6).

DEL JUICIO PARTICULAR

Cuando una persona muere, cesan o terminan las funciones vegetativas del cuerpo, ya no vuelve a respirar, para el corazón, el médico o el enfermero puede certificar la muerte, pero el alma sigue ahí, quieta, al lado del cuerpo.  El cuerpo entra en un estado de muerte aparente que será más o menos largo dependiendo del tipo de muerte.  Más largo en el de las muertes violentas o repentinas y más corto en la que sigue a una muerte por vejez o por larga enfermedad. 

Solo después de un lapso de tiempo el alma se alejará del cuerpo y tendrá lugar la muerte real de la persona.  Esta muerte aparente es científicamente demostrable.  Hay decenas de casos de personas que luego de haber sido declaradas muertas, fueron revividas mediante procedimientos estrictamente mecánicos o médicos, sin intervención de milagro alguno.

Es decir que, aparentemente, muerta la persona, todavía falta un espacio de tiempo antes de que ocurra su muerte real, en este espacio de tiempo se pueden aplicar todavía los sacramentos de la penitencia y la extremaunción y ayudar así a la salvación eterna del hasta ahora, aparentemente muerto.  A lo que obligaría la caridad cristiana y la prudencia es a conseguir auxilio del sacerdote para que administre la extremaunción, este último perdón que podría ser el definitivo.  Pensando claro está en el caso de una muerte repentina, porque en el caso de una enfermedad larga, o agonía, es una obligación para los familiares ayudar al enfermo a prepararse para este momento.

En algunas ocasiones, los religiosos y personas de oración que acompañan al muerto, lo orientan para que se arrepienta de sus pecados, siga la luz, etcétera, y lo ayudan en ese paso.  El sacerdote por su poder sacerdotal concede la absolución sacramental de sus pecados y se supone que es absolutamente eficaz siempre y cuando el muerto tenga al menos atrición interna de sus pecados.  Esa es la realidad.

Pasado un lapso de tiempo que puede ser bastante largo, de horas incluso, se produce la muerte real de la persona; ocurrida ella, es decir una vez se desconecta completamente del cuerpo y en el instante en que eso ocurre comparece delante de Dios para ser juzgada.

SUJETO PASIVO DEL JUICIO

Seremos juzgados todos, de acuerdo con la sagrada escritura: “al justo y al impío los juzgará el Señor (Eclesiastés 3, 17), esto incluye al que cree y al que no, al que acepta y al que rechaza.

LUGAR Y FORMA DEL JUICIO

El juicio se desarrollara en el lugar mismo donde se produce la muerte real. Allí mismo y en el mismo instante.  El juicio no es otra cosa que la comparecencia del alma ante Dios, y como Él está en todas partes el alma no tiene que desplazarse.  De hecho lo que ocurre con la muerte es que el alma pierde contacto con las cosas de este mundo, se desconecta de las cosas materiales, pierde el contacto con lo material, entra en otra región y se pone en contacto con las cosas del más allá.  En ese tránsito se da cuenta de que Dios la está mirando.

Como dice San Pablo, en los hechos de los Apóstoles (17,28) Dios “no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos”.  Dicen que apenas nuestra alma se desconecta de las cosas de este mundo, veremos con toda claridad a Dios y nos daremos cuenta de que estamos bajo la mirada de Dios.  Vale la pena precisar que no veremos la esencia de Dios, pues si así fuera quedaríamos beatificados y entraríamos automáticamente al cielo y muchas de las almas se condenan y otras muchas necesitan de purificaciones.

Al desconectarse del cuerpo y ponerse en contacto con el más allá, el alama contempla claramente su propia substancia, ve en sí misma con todo lujo de detalles, el conjunto de toda su vida, todo lo que hizo acá en la tierra en todas las etapas de su vida y simultáneamente verá que Dios la está mirando.  El alma estará prisionera de Dios, bajo la mirad de Dios, a la que nada, absolutamente nada escapa.  Ese estar del alma delante de Dios, como prisionera de Dios.  Eso es lo que significa comparecer ante Él.

Y acá hay por lo menos dos posiciones, unos que dicen que el alma estará sola en presencia de Dios, sin testigos, sin acusador, sin ángel de la guarda, sin demonio, ella sola, y reflejada en ella toda su vida, con todos los detalles.  Y ahí una locución intelectual, que es la manera de comunicarse los espíritus puros que le indica al alma el lugar a donde tiene que ir, recibida de parte de Nuestro Señor Jesucristo y que el alma entiende que es la que merece en toda justicia;  otros que dicen dice que el Ángel de la Guarda nos llevará ante nuestro Señor Jesucristo, el demonio, que es el acusador sacará a colación todos nuestros pecados y faltas, pero intervendrá nuestro Ángel de la Guarda, la santísima Virgen María, nuestros santos intercesores, etcétera  y ahí habrá un juicio parecido a los que hay en la tierra, con acusadores y defensores, para finalmente recibir la locución intelectual con la “sentencia” en plena Justicia.

DURACIÓN DEL JUICIO

Debe ser instantáneo, menos que un abrir y cerrar de ojos, pues sustraído del tiempo y del espacio, el entendimiento humano pierde todos los frenos que le impone la materia.  De hecho nuestro entendimiento funciona de manera lenta, razonada, discursiva y conocemos las cosas poco a poco, mientras avanzamos de lo superficial a lo profundo.  En el más allá ya dejamos de funcionar como seres racionales y comenzamos a funcionar como seres intelectuales y así, a entender de un solo golpe, sin necesidad de razonamientos, o discursos, o elaboraciones intelectuales.  No tendría ninguna razón de ser que el juicio durara un año o un siglo pues no habrá ningún detalle adicional a lo percibido en el primer instante.

MATERIA DEL JUICIO

Los actos que veremos serán, los externos, las acciones, y las palabras, las criticas, las murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades, las carcajadas, la lujuria, ira, pereza, soberbia, nuestra concupiscencia, etcétera, pero también, los buenos consejos, nuestras oraciones, cánticos, prácticas de piedad, las alabanzas a Dios, nuestra continencia y templanza, prudencias, etcétera .

Los sentimientos íntimos de nuestra alma, todo lo que pensamos, amamos y deseamos, nuestras obscenidades, faltas de caridad, las dudas, las sospechas, los juicios temerarios, nuestra vanidad, orgullo, exaltación del propio yo, las desviaciones afectivas, nuestros amores perversos.
Nuestros odios, rencores, sed de venganza, falta de perdón, envidia, la indignación contra Dios.

Pero también lo que hemos dejado de hacer, nuestros pecados de omisión, la mano que dejamos extendida , la limosna que no dimos, el consejo que negamos, nuestro silencio cómplice, nuestra inacción por temor humano, por cobardía o por pereza.

Los pecados ajenos, que no son otros que aquellos a los que empujamos a otras personas, bien sea porque surgen de nuestros escándalos o de nuestros malos consejos.

SENTENCIA

Así pues, en un instante, en menos de lo que dura un abrir y cerrar de ojos queda definida nuestra suerte eterna.  Sabemos que solamente a uno de tres lugares van las almas, pues así está definido por el papa Benedicto XII, desde 1336 que: "inmediatamente después de la muerte entran las almas en el cielo, en el purgatorio o en el infierno, según el estado en que hayan salido de este mundo.  En el acto, sin esperar un solo instante.

El alma no necesita que nadie le enseñe el camino, ella misma se dirige, y sin vacilar, hacia su destino, según Santo Tomás de Aquino, el mérito o los deméritos de las almas actúan de fuerza impelente hacia el lugar del premio o del castigo que merecen, y el grado de esos méritos, o la gravedad de sus pecados, determinan un mayor ascenso o un hundimiento más profundo en el lugar correspondiente.

BREVE CONCLUSIÓN

Debemos invocar todos los días a la santísima Virgen María, mediante el rezo del Santo Rosario, y pedirle que nos asista a la hora de nuestra muerte y venga a recogernos, para que sea ella misma quien nos presente delante del Juez: su divino Hijo y obtener de sus labios divinos la sentencia suprema de nuestra felicidad eterna. 

EL TRÁNSITO AL MÁS ALLÁ


Sabemos de dos concepciones antagónicas de la vida, la materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír, gozar y divertirse, y la espiritualista, que, proclama la realidad de un más allá, y en consecuencia se preocupa de vivir rectamente, cristianamente, siempre pendiente de la que será la sentencia de Nuestro Señor Jesucristo, en el último instante de nuestra vida.

Pues bien, así como hay dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte.  La concepción pagana, que es la materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, y la concepción espiritualista que es la cristiana, que considera a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.  Pues la muerte, así parezca contradictorio es el paso a la inmortalidad.

Para los cristianos, la muerte no es una cosa trágica, ni una cosa terrible, sino todo lo contrario, es algo muy dulce, atractivo y en últimas deseado, toda vez que representa el fin del “destierro en este valle de la lágrimas” y la entrada a la patria verdadera.

En general, son tres las características de la muerte.  Es cierta en su venida, vendrá, así no sepamos cuando; insegura en sus circunstancias, pues no hay manera de saber cuales la rodearan; y, única, pues en la vida solo se muere una vez.

San Pablo decía: “todos los días muero un poco” nosotros podemos decir lo mismo, teniendo en cuenta, claro está, que él lo decía por las iglesias puestas bajo su cuidado,  mientras que nosotros lo decimos por cuenta de los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria que nos van matando poco a poco. Así las cosas, todos los días morimos un poquito, hasta que llegará un momento en el que moriremos del todo.

La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se ha forjado jamás la menor ilusión de no morir. Moriremos todos, irremediablemente todos.

Dios no hizo la muerte.  La muerte entró en el mundo por el pecado.  Según el plan de Dios sobre los hombres, creo a Adán y a Eva en el Paraíso terrena y además de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, los enriqueció con tres dones preternaturales increíbles: el primero, el de la INMORTALIDAD, en virtud de él cual no debían morir jamás; el de la IMPASIBILIDAD, que les hacía invulnerables al dolor y al sufrimiento, y el de la INTEGRIDAD, que les daba el control absoluto de sus propias pasiones, las cuales estaban perfectamente dominadas y gobernadas por la razón.

Cometido el crimen: pecado original, y, como castigo, porque a pesar de que Dios no es un Dios castigador, cuando toca castigar, castiga, les retiró, y de paso a nosotros, esos tres dones preternaturales, juntamente con la gracia y las virtudes infusas.

Al desaparecer el privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, material, quedó condenado a la muerte.  La muerte, es pues un castigo del pecado; y como todos somos pecadores, todos moriremos.  De esa ley no se escapa nadie.

CIRCUNSTANCIAS DE LA MUERTE
En cuanto a las circunstancias de la muerte, estas son completamente aleatorias.  Sabemos que viene, pero no cuando, ni como.  En general las clases de muerte se podrían meter en cuatro grupos, los de: la muerte natural, la prematura, la violenta y la repentina.

La muerte natural, es la que viene por el puro desgaste de la maquinaria, no hay enfermedad alguna que la produzca directamente.  La gente se muere de vejez, de nada más.

La muerte prematura, sería la de aquellos que en la flor de la vida, se mueren,  Un joven muere por simple enfermedad, en su cama.  No ocurre con mucha frecuencia, pero pasa.  En el Evangelio tenemos algunos ejemplos de ella: el hijo de la viuda de Naim, el de la hija de Jairo, el de Lázaro el amigo de Nuestro Señor Jesucristo.  En plenitud de la vida, se les cortó el hilo de la existencia.

La muerte violenta, que es cuando por la acción de un agente extrínseco, imprevisto, nos puede arrebatar la vida en el momento menos pensado.  Un accidente de tráfico, o de avión,  o ahogados en el mar, una mina quiebra patas, un disparo con arma de fuego, etcétera.

La cuarta y última clase de muerte sería la repentina. Que se daría por la acción de un agente intrínseco, es decir por algo que esta dentro de uno mismo, como por ejemplo, una hemorragia cerebral, un aneurisma, un infarto cardíaco,  La de las personas que caen como fulminados por un rayo.

Y ahora la gran pregunta ¿Cuál de estos tipos de muerte será el nuestro? Nadie puede contestar a esta pregunta. Únicamente Dios.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE

Debemos estar siempre preparados, porque aunque es cierto que hemos de morir, no sabemos ni la fecha, ni la hora, ni las circunstancias de nuestra muerte.

Lo más serio del caso, es que moriremos una sola vez, esto lo vemos todos los días con nuestros ojos.  Nadie muere más que una sola vez.  Y si bien es cierto que ha habido algunas excepciones, pues hay personas que murieron dos veces, como los tres ejemplos ya citados, de personas resucitadas por Nuestro Señor Jesucristo: Lázaro, la hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naim, y también que ha habido muchos santos también han hecho este milagro, y que algunas personas excepcionalmente han muerto y regresado del más allá, son casos tan raros que no pueden tenerse en consideración ante la ley universal de la muerte única.

Moriremos una sola vez y en esa muerte única se decidirá, y de manera irrevocable nuestro destino eternos. Es decir que no jugamos nuestro destino eterno a una sola carta. El que acierte esa vez, acertó para siempre; pero el que se equivoque esa vez, estará perdido para toda la eternidad.  Por eso vale la pena pensar muy bien y tomar toda clase de medidas y precauciones para asegurase el acierto en esa única ocasión.

Así las cosas, nos podemos preparar para la muerte de dos maneras: una sería, la preparación remota y la otra, la preparación remota.  La preparación remota es la de aquella persona que vive siempre en gracia de Dios y tiene sus cuentas arregladas ante Dios, puede importarle muy poco cuáles sean las circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se produzca tiene asegurada la salvación eterna de su alma.  Sería exactamente la de las vírgenes prudentes.  La preparación próxima es la de aquel que en los últimos momentos de su vida, tiene la dicha, o la gracia, de recibir los Santos Sacramentos de la Iglesia: la Penitencia, la Eucaristía y la Extremaunción.

MANERAS DE MORIR

Combinando estas formas de preparación se pueden encontrar hasta cuatro tipos distintos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación remota, pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos preparaciones.

La primera manera de morir sería aquella en que la muerte llega y sorprende a la persona sin preparación próxima ni remota, o sea, en la ausencia total de preparación.  Sería la peor muerte de todas, la de las personas que alejadas de Dios y de la Iglesia viven su vida de acuerdo con sus pasiones y de acuerdo con sus impulsos, haciendo lo que les da la gana, pues probablemente no creen en que haya un más allá y en consecuencia no habría ninguna consecuencia positiva o negativa para sus actos. 

Estos viven en pecado y en consecuencia lógica mueren en él. En general, y seguramente habrá excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida, tal como es la vida, así suele ser la muerte. Hacia el lado que uno se inclinó durante la vida, el del bien, o el del mal, hacia ese lado será la caída en el momento de la muerte.  Si el árbol está francamente inclinado hacia la derecha, o francamente inclinado hacia la izquierda, hacia ese lado caerá en el momento en que sea cortado.

La segunda manera de morir, sería aquella en que hay preparación próxima, pero no preparación remota.  Esta es la muerte de quien  habitualmente vive en pecado mortal, pero, por la infinita misericordia de Dios, en el último momento se arrepiente y busca ayuda para tener un buen morir: se Confiesa, recibe la Comunión, y la extremaunción, es decir que muere con preparación próxima.

Ahí sí, la misericordia de Dios que es infinita, permite que el moribundo vea ante sus ojos el abismo en que se va a sumergir para toda la eternidad y movido por la gracia divina, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le procura la salvación eterna de su alma.

Hay muchos que se confían en esa misericordia de Dios para vivir tranquilamente en su pecado, esta conducta es muy grave y muy peligrosa, pues es una burla a Dios, San Pablo advierte expresamente que de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por irreflexión, o ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga compasión de él y le dé la gracia del arrepentimiento, pero ¿por qué creer que Dios bendecirá con su misericordia un comportamiento tan irresponsable, cuando por otro lado la Iglesia ha enseñado que el pecado de presunción, que es este, es un pecado contra el Espíritu Santo y no tiene perdón de Dios?

La tercera manera de morir, es aquella en que hay preparación remota, pero no próxima.  Es una buena manera de morir, es la manera de morir de los buenos cristianos, con la preparación remota se tiene asegurada la salvación del alma.  Para esto basta con vivir en la gracia de Dios.  Acudiendo habitualmente a los sacramentos de la Iglesia, haciendo “vida en mi vida la palabra de Dios”. Cumpliendo con las normas de la Iglesia y de la sociedad.  Es vivir siempre en gracia de Dios, con la gracia santificante, que si las tenemos hace que poco importen o el modo, o las circunstancias de nuestra muerte.

La cuarta manera de morir es la manera de morir ideal y es la que nos debemos procurar con todos los medios a nuestro alcance: con la doble preparación. Con la preparación remota del que ha vivido cristianamente, siempre en gracia de Dios, y con la preparación próxima del que a la hora de la muerte corona aquella vida cristiana con la recepción de los Santos Sacramentos.

El que tiene las preparaciones próxima y remota y así muere, logrará la muerte ideal del cristiano, que no es otra que morir en Cristo, con Cristo y como Cristo.  Al morir en Cristo, lo hace de manera cristiana, con la gracia santificante en su alma, lo que le da derecho a la herencia infinita del cielo.  Morir con Cristo, es hacerlo después de haber recibido a Jesucristo sacramentado, que es nada más y nada menos que recibir a Cristo y con Él pasar al otro toldo a recibir la sentencia final, y por último morir como Cristo, que quien debidamente preparado para hacerlo seguramente cumplió con la misión que el Señor tenía para él.

BREVE CONCLUSIÓN.


Las normas para conseguir el cielo son dos: La primera tener la preparación remota, viviendo siempre en gracia de Dios.  La segunda orar, pidiendo de manera ferviente a Dios, mediante la intercesión de la Santísima Virgen María, Mediadora de todas las gracias, para que nos consiga también la preparación próxima, y con ella la posibilidad de recibir en nuestros últimos momentos los Santos Sacramentos de la Iglesia.

EL MÁS ALLÁ

¿Para qué quiero vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de mi vida sobre la tierra?

¿Quién soy yo como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estoy en este mundo?, ¿de dónde vengo?, ¿para dónde voy?, ¿qué será de mi después de esta vida terrena?  ¿Qué encontraré más allá del sepulcro?

Estas son, algunas de las preguntas más trascendentales, que se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante esta, palidecen y se esfuman toda esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto nos preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra existencia, es el de nuestro destino eterno.

Se puede reunir el Gobierno con todos los grupos guerrilleros, en la Habana o en cualquier otro lugar, pero no lograrán poner orden y en paz a nuestra sociedad hasta que se arrodillen ante Cristo: luz del mundo y se convenzan de que por encima de todos los bienes terrenos, de todos los egoísmos humanos es necesario salvar el alma y tomen conciencia de que es necesario poner en práctica, cómo mínimo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales y sin ella será absolutamente inútil todo cuanto se intente.

Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.  Y entre los dos extremos del negro absoluto y del blanco absoluto una escala infinita de grises. 

Los primeros podrían tener como símbolo una sala de fiestas, una discoteca, un restaurante de moda y sobre la fachada una inscripción: No hay más allá.  En consecuencia, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Esta sería la concepción materialista de la vida.

Pero hay otra concepción: la espiritualista.  La que se enfrenta con los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una capilla o una catedral y en cuya fachada un cartel que diría: Hay un más allá   O una más larga, pero más gráfica y expresiva: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?

Y he aquí, la formidable disyuntiva que tenemos planteada en este mundo. No podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por el mero hecho de haber nacido: “ya estamos embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda aventura.  Tenemos que tomar partido, tomar posición.  Ante este problema pavoroso del más allá. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, lo contrario implicaría renunciar no solo a la fe cristiana, sino también a nuestra condición de seres racionales.

Y frente a estas dos concepciones de la vida es que yo me paro y decido el rumbo que he de tomar para mi vida.

Para seguir, es necesario hacer una reflexión sobre el creer.  El que no esta dispuesto a aceptar la verdad no la va a aceptar así brille ante él más clara que el sol.  Desde el Punto de vista de la razón no hay ni puede haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él.

Es imposible, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Esto es imposible desde todo punto!

El problema, se plantea frente a los incrédulos de corazón.  Que no tienen argumentos contra la fe pero si un montón de cargas afectivas.  Y no creen porque no les conviene creer.  Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

En cambio, cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia.

San Agustín que conocía esta psicología del corazón humano escribió esta frase genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna.  Y ahora decimos nosotros en los grupos de oración, el que cree no necesita ninguna prueba, pero en cambio para el que no cree no alcanza ninguna prueba.

Al que no cree no le interesan las cosas de “los curas y de las monjas” y al que cree no necesita que le planteen estas cosas de “curas y monjas”.  Por eso esta reflexión no la dirijo ni al que cree ni al que no cree, se la dirijo a quien no se haya planteado el problema del más allá.

Para hablar de la existencia del más allá, voy a proponer tres argumentos. Sencillos, claros. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.

Primer argumento. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.

Vamos a suponer contra toda lógica y contra el sentido común, que la razón humana no ofreciera ninguna prueba de orden puramente natural y humano, sobre la existencia del más allá, sino únicamente sobre su posibilidad.

¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?

Es indudable, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad, por eso no podría tomarse como si fuera un chiste.

Es el caso de los seguros, la sola posibilidad de la ocurrencia del siniestro previsto nos lleva a tomar el seguro: contra el robo, contra el incendio, contra el terremoto, etcétera.

Si no tuviéramos certeza del más allá y solo estuviéramos ante la mera posibilidad de la existencia del más allá, con la posibilidad de premios y castigos eternos, la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma.  Porque, si efectivamente hubiera infierno, nos condenáramos para toda la eternidad, y lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre.  Y no se trata de fortuna material, de tierras, o joyas, sino nada más y nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.

Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!

En cambio, dentro de esta hipótesis, de la mera posibilidad del más allá los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, imaginando, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales; y nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...”

Segundo argumento: Desde un plano exclusivamente filosófico también se puede demostrar la existencia del más allá así como la existencia del alma, de hecho estamos naturalmente más seguros de la existencia del alma que de la existencia del propio cuerpo.

El cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma de ninguna manera podría serla del cuerpo, lo cual se puede demostrar con tres argumentos, uno ontológico, otro histórico y por último uno de teología natural.

1º. Argumento Ontológico.  Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma. Pensamos en cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos o externos. Tenemos, por ejemplo, ideas clarísimas de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales y esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, completamente, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas.  Los sentidos no nos dicen absolutamente nada respecto de ellas, y sin embargo, ahí están.  Esto es un hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten.

Por lo tanto, es claro que el alma existe, y es evidente que es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: en consecuencia, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Si el alma es espiritual, es simple, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, pero ojo NO TODO LOS SIMPLE ES ESPIRITUAL.  Lo espiritual es simple porque carece de partes, porque las partes afectan únicamente al mundo corporal, al mundo físico y como es simple porque no tiene partes es indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.

El alma sería por su propia naturaleza indestructible, no se puede descomponer en consecuencia sería intrínsecamente inmortal.  Solo Dios, que la ha sacado de la nada, podría destruirla aniquilándola.

Dios puede hacerlo, pero no lo hará y sabemos que no lo hará porque así nos lo ha revelado el mismo.  No la destruirá, al alma, jamás.
 

2. º Argumento histórico. la humanidad entera, las personas de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las latitudes, de todas las épocas,  y sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, de la existencia del más allá, de las deidades, de Dios, de la existencia del alma, de la inmortalidad, que hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre.  Esa exigencia de la  propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Esto no puede fallar,  Un deseo natural y común a todo el género humano, tiene que proceder directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso o imaginario, si así fuera, supondría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba de manera apodíctica, que el alma es inmortal.

3. º Argumento de teología natural, y como consecuencia de los dos anteriores, A Dios y sus atributos llegamos únicamente con el ejercicio de la razón natural.  Es decir, sin que tenga que mediar revelación alguna de Dios de si mismo o de sus atributos divinos.

Dice la filosofía que forzosamente debe haber un más allá, porque así lo exigen tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría de Dios, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana.

El deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige, también, la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad.

Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. Queremos sobrevivirnos.  Personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es, ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío.

Todos tenemos este deseo natural de la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad, y esto es herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Muchas personas se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?” 

La respuesta de esta pregunta es muy sencilla. Dios permite este escándalo, estas injusticias tan irritantes y tan desagradables, porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.  Pues para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.

Tercer Argumento. La revelación divina es prueba definitiva e infalible de la existencia del más allá. 

¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.

Dios ha hablado. Él se ha hecho hombre.  Como uno cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje el camino del cielo. y nos ha dicho:
“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)
“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo ha dicho Cristo, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6)


¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales!