DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

DIOS MÍO, DIOS MÍO ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO? Cuarta palabra Mateo 27 46 “Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Causa extrañeza que Nuestro Señor venga a dar su vida por nosotros, para la redención de nuestros pecados, obedeciendo en todo al Padre, cumpliendo con las escrituras y que sienta que Dios lo ha abandonado.  Los evangelistas Marcos y Mateo, son los únicos que narran este acontecimiento y utilizan una técnica narrativa propia de su cultura, con citar el comienzo del salmo se entiende citado el salmo entero. Lo que ocurrió en la realidad es que Nuestro Señor Jesucristo rezó completo el Salmo 21 que se titula “la Oración de un Justo que sufre”, y es una descripción completa de su pasión y de su sufrimiento.

¿Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado? Al verme se burlan de mí. Mueven la cabeza en señal de desprecio. Dicen, Si acudió al Señor que Él lo ponga a salvo Que lo libre si es que tanto lo quiere” Me rodean como perros feroces, como una banda de malhechores. Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos. Se repartieron mis vestidos, y sobre mi túnica echaron suertes. Así, la primera impresión con que uno se podría quedar es la de que Dios abandonó a nuestro señor, o de que Nuestro Señor perdió la esperanza y se sintió abandonado.

Pero esto es errado lo que en realidad pasa, es que en esta palabra se evidencia la certeza del amor de Dios, de que nunca, en ninguna circunstancia nos dejará abandonados. Y viene la otra parte del salmo, la parte de la esperanza: “Pero tu señor, no te quedes lejos, fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Contaré a la gente tus favores Señor. Hablaré de Ti en las reuniones. Fieles del Señor, alabad al señor pueblo de Israel, temed y glorificad al Señor. Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro; cuando pidió auxilio lo escuchó." Los desvalidos comerán hasta saciarse y alabarán al Señor los que lo buscan: ¡no perdáis nunca el ánimo! Lo recordarán y volverán al Señor desde los confines del orbe. En su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Jesús sabía que muchos de nosotros tendríamos que pasar por momentos semejantes en los cuales parece como que Dios se hubiera alejado y nos ha abandonado, y por eso nos enseña a rezar en estas situaciones tremendas. 

Cuando quiso descender, lo hizo a todas las situaciones humanas, para que no hubiera sitio de dolor al que tengamos que ir nosotros, en el cual Jesús no haya estado antes. Jesús no terminó su vida con este grito de dolor. Su fe en el Padre era mucho más grande que las apariencias de abandono en las lo había dejado. Su vida en realidad termina cuando dice Padre en tus manos encomiendo mi espíritu. El quería decirnos a todos los hombres que, aunque hasta el último momento parezca que la derrota nos persigue, si nos aferramos a Dios tenemos el triunfo asegurado, aunque todos los apoyos humanos hayan desaparecido.  Es una súplica resignada, que queda muy bien en los labios del más santo de los hombres: el Hijo de Dios.

“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, como si dijera ahora estoy en la oscuridad y pareciera que tú mismo rostro se me oculta. Pero pronto me vendrá la gloria y el reino. Por un milagro inexplicable, Jesús deja de sentir los divinos efectos de su Visión Divina y pasa a sufrir una pena espantosa parecida a la pena de daño, la más temible y agotadora de los condenados en el infierno. Y la sufre para quitárnosla a nosotros. Este suplicio del abandono que Jesús sufre en la cruz; no es un tormento fabricado por hombres; sino un suplicio que viene de Dios Todopoderoso, y se necesitaba ser Todopoderosos para ser capaza de resistirlo.

“Dios mío, Dios mío”, Jesús sufre rezando. Él nos quiere enseñar el modo perfecto de sufrir. Él quiere que cuando sintamos que todo está perdido, lancemos con fuerza nuestra voz de angustia al cielo. “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” Y que sigamos con el salmista “Señor, no te quedes lejos. Oh Dios, fuerza mía ven corriendo a socorrerme”. Esta es la oración que debería estar con nosotros: en nuestros labios y corazón en todos los momentos difíciles de nuestra existencia.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” El padre ha querido que sufra todos los tormentos incluyendo el de verse abandonado por Dios. El hablaba en nombre nuestro para cuando nos lleguen las tristezas, soledades y nos sintamos abandonados. Para que sepamos qué es lo que tenemos que hacer. Señor: que aprendamos como Tu a saber sufrir callando y rezando. Concédenos serenidad para cuando lleguen las horas de abandono y soledad. Que no pasemos indiferentes ante quienes se sienten como abandonados por Dios y por la sociedad. Nuestro señor sufre las penas que se ven por fuera, pero también está sufriendo la peor de todas: el abandono de Dios. Dios retira de su alma todo sentimiento de felicidad y por eso se siente abandonado y por eso su grito “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Pero no es una protesta es una oración. Toda la pasión Jesús la sufre rezando y toma sobre sí aquel angustioso efecto del pecado que es: sentirse desamparado. El pecado tiene efectos físicos y nuestro señor los siente en sus manos y en sus pies, tiene efectos mentales, que fueron los que lo atormentaron en el huerto de Getsemaní. “Padre aparta de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía”. Y tiene efectos espirituales: desamparo, soledad que es lo que está sufriendo aquí Jesús. Primero lo abandona la humanidad crucificándolo y ahora lo abandona la divinidad. Allí, en ese momento, estaban amontonados todos los sentimientos de nostalgia divina que pueden caber en el corazón humano: la soledad del ateo, el pesimismo de los que odian la virtud, la tristeza de los que en vez de tener amor santo solamente tienen amor a la carne, amor sensual y egoísta, la amargura de los que por carecer de verdadero amor sufren un verdadero infierno.

Todo esto lo sufrió Jesús en lugar nuestro para pagar nuestros pecados. Jesús murió rezando. Todos los ratos silenciosos de aquella tarde eran para rezar. Los grandes amigos de Dios emplean mucho tiempo para rezar: El rezaba mucho y por eso triunfaba mucho, nosotros rezamos poco y por eso triunfamos poco. En esta reflexión quiero recordar que a Dios se le puede pedir para que venga en nuestra ayuda. Puede que a veces se haga el sordo, pero es para que le insistamos. “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” “Señor, no te quedes lejos. Oh Dios, fuerza mía ven corriendo a socorrerme”. En horas de angustia nos quedan dos caminos para seguir: uno es desesperarnos. El otro, clamar a Dios sin descanso con la seguridad de que su respuesta no dejará de llegarnos y será mucho mejor de lo habíamos esperado.

Por tu sentencia injusta, perdón señor, Piedad.

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