Nuestra marcha hacia Dios


Podríamos todavía esquematizar un poco más esta marcha o ascensión del hombre hacia Dios, analizando las diversas actitudes del primero para con el segundo y del segundo para con el primero. Las cuales pueden reducirse a cinco, reflejadas en las siguientes proposiciones: 1, cuando el hombre busca, Dios se acerca; 2., cuando el hombre pregunta, Dios responde; 3. cuando el hombre escucha, Dios habla; 4., cuando el hombre obedece, Dios gobierna; y 5., cuando el hombre se entrega, Dios obra.

1. Cuando el hombre busca, Dios se acerca.
—Cuando el hombre busca, ¿qué? Pues, naturalmente, cuando el hombre busca a Dios. Pero no siempre en forma concreta y definida. A veces se busca a Dios sin saberlo, sin nombrarlo ni pensarlo. Se busca la Verdad; se busca el Bien; se busca, en fin, la Belleza infinita... Pero, como todo eso tan sólo en Dios verdaderamente se encuentra..., se busca a Dios. Pero hay que buscarlo con sinceridad, cueste lo que cueste; es decir, con sacrificio. Con una especie de comienzo a salir de si, a romper la concha esclavizadora del egoísmo.
Decía Newmann que para juzgar a un alma no importa tanto ver la distancia a que se encuentra de Dios como ver la dirección que lleva. ¿Va hacia El o se aleja?... Pues si va hacia Él, si le busca con sinceridad, es que Dios comienza a atraerle; es que Dios se le acerca. No otra cosa quiere decir aquella sed de que el mismo Cristo nos habla (lo. 7,37): «El que tenga sed—de cosas grandes y nobles, de Verdad, de Belleza, de Amor...—venga a mí y beba». Y bebiendo —conociéndole—creerá en mí. Y «el que cree en mí, ríos de agua viva correrán de su seno». Y esto decía, añade el evangelista, «refiriéndose al Espíritu que habrían de recibir los que creyeren en El».

2. Cuando el hombre pregunta, Dios responde.
—Este preguntar del hombre puede ser en formas variadísimas. Una desgracia nos puede hacer preguntar por la causa de la misma. Y, si ahondamos lo bastante, nos encontraremos con Dios, que comienza a respondernos. Un fenómeno de la naturaleza, o el orden del Universo, la marcha de la Historia, o el origen de la autoridad —si ésta ha de ser verdadera—, o del Derecho o de la Moral... En todo esto, si ahondamos, si preguntamos, Dios comienza a respondernos por medio de la razón.
Otras veces el hombre pregunta: ¿Qué haré para ser feliz? ¿Dónde está la felicidad? ¿Dónde la verdad y el bien que ansío?... Otras, como San Pablo: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?... O ¿quién podrá traer la paz a la tierra?... La paz del alma, la paz de las sociedades... Y Dios sigue respondiendo por medio de la razón, o por medio de un consejero, o por medio de un libro humano, o por medio de un libro divino, escrito por El mismo (Sagrada Escritura), o, en fin, por una iluminación interior, como muchas veces ocurre con los que se convierten. El caso es preguntar con ansias de saber. Preguntar sin tregua ni descanso. Preguntarse a sí mismo y preguntar a todas las criaturas. Con reconocimiento de nuestra radical incapacidad; con un sincero deseo de obtener respuesta y, una vez obtenida, aceptarla. Cuando así se pregunta, Dios responde.

3. Cuando el hombre escucha, Dios habla.
—Difícil es al hombre escuchar a un semejante suyo. Lo más difícil de la conversación es precisamente saber escuchar. Pero escuchar a Dios es mucho más difícil todavía. Vivimos entre una serie de ruidos infinitos; ruidos, digámoslo así, por fuera y por dentro. Por fuera, las ininterrumpidas impresiones de las criaturas a través de nuestros sentidos externos. Por dentro, los ruidos almacenados en nuestros sentidos internos, que aprovechan cualquier momento de silencio y calma exterior para ensordecernos y aturdimos. Y así no se puede oír la voz de Dios.
Porque la voz de Dios es dulce y suave. Dios «no clama ni deja oír su voz por de fuera, ni se puede percibir esa voz en las plazas públicas ni entre el ruido del mundo» (Mt. 12,19). Por eso, cuando quiere Dios hablar a un alma, «la lleva a la soledad y le habla al corazón» (Os. 2,14). Y cuando de esa manera habla a un alma, como el esposo a la esposa, nadie más percibe lo que dice; y sólo al alma que por esposa se le da comienza a hablarle de ese modo.
Pero el alma que ha llegado a oír le respuesta (el llamamiento de Dios), le busca en la soledad y quiere seguirle oyendo, y escucha; y pone en este escuchar suplicante todos sus sentidos. Es decir: el alma ora. Y si supo aprovecharse de todo lo que Dios le dijo por mensajeros, a los que nos hemos referido antes («multifariam multisque modis olim Deus loquens patribus...»), ahora, cuando ya los mensajeros (criaturas) no le saben decir más, ahora es cuando muy en el fondo de sí misma siente a Dios, que le dice: «Aquí estoy». Y Dios comienza a hablarle. Y, al comenzar este diálogo, todavía el alma tiene cosas que preguntar; pero poco a poco las preguntas van cesando, porque ya no le queda al alma nada que decir. Y el alma se hace toda oídos. Y escucha, escucha. Y Dios habla; sólo Dios habla.
El proceso de la oración es así. Al principio parece que sólo habla el alma, porque ésta no entiende bien el lenguaje de los libros, etcétera, por los cuales le habla Dios. Y ni apenas se da cuenta de que es El... Después se entabla el diálogo (vía iluminativa...). Hasta que al fin cesa de hablar el alma, para escuchar tan sólo..., para que hable sólo Dios...

4. Cuando el hombre obedece, Dios gobierna.
—Cuando se sabe ya que Dios nos habla, con un pleno y perfecto convencimiento; que nos habla por medio de criaturas o que nos habla por sí directamente; cuando se sabe en forma vital que Dios es infinitamente sabio, infinitamente bueno, infinitamente amoroso, que infinitamente mejor que nosotros sabe el camino que tenemos que seguir para nuestro bien, entonces ¡qué fácil y qué grato es obedecer! Obedecerle a Él cuando nos habla por las Sagradas Escrituras; obedecerle a Él cuando nos manda por medio de sus representantes en la tierra; obedecerle a Él cuando nos habla por medio de un buen libro, de un buen consejero, o aun cuando nos habla sin palabras desde lo más íntimo de nuestro ser. Y así, cuando el hombre obedece, Dios gobierna. Dios entonces nos gobierna por fuera y por dentro. Y el hombre es un fiel servidor que ejecuta en todo y con la mayor perfección posible sus sagradas órdenes. Cuando el hombre obedece, Dios gobierna.

5. finalmente: Cuando el hombre se entrega, Dios obra.
Lo cual es la obra perfecta del puro amor. Porque ese amor, que fue viviendo, que fue creciendo por los caminos del conocer..., cuando llega a ser sumo, total; cuando con todo el corazón, porque ya no le quedan capacidades amorosas para amar nada fuera de Dios, pues a sí mismo se niega y de todas las criaturas prescinde y para todas y para sí mismo queda como muerto, cuando esto ocurre, el hombre se entrega... Como muerto a la vida de imperfección que llevaba, dirigida por su razón, por su prudencia, por su egoísmo, más o menos disimulado. Como muerto a una vida que era incompatible con la vida sobrenatural, tan sólo sobrenatural; con la vida de Dios, que en él va a comenzar ahora plenamente.
Y entonces es cuando el hombre se convierte en un miembro vivo y perfectamente sano del Cuerpo místico de Jesucristo, dócilísimo a la acción vital de la Cabeza, dócilísimo a la dirección y al imperio y a la acción vital de su Santo Espíritu, que ya sin estorbos ni resistencias toma posesión del alma.
Nuestro yo queda allí, pero totalmente entregado al yo divino, sumado al yo divino, como si a Cristo le ofreciéramos une humanité de surcroit, como dice sor Isabel de la Trinidad; una humanidad sobreañadida, a la que en el seno purísimo de María se dignó tomar por nosotros y para redención nuestra. Le ofrecemos a Cristo nuestra pobre humanidad personal, ya purificada y sublimada por su gracia y por su amor, para que en ella pueda El seguir viviendo sobre la tierra y continuando su obra redentora. Y así es como puede llegar el hombre a decir: «Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí».
El hombre se vació por completo de sí mismo y de todo ser creado para llenarse de Dios; el hombre murió a sí mismo como hijo de Adán, para resucitar o nacer de nuevo, «no de la carne ni de la sangre», sino del Espíritu de Dios; el hombre se negó a sí mismo, se enajenó a sí mismo, porque a sí mismo con todas sus energías y capacidades se entregó a Dios. El Verbo de Dios se unió primero a nuestra humanidad en Cristo con una unión hipostática, uniendo a la persona divina la humana naturaleza impersonal, es decir, sin más persona que la segunda de la Santísima Trinidad. Ahora quiere unirse con nuestra humanidad personal con unión mística, es decir, misteriosa también, no sólo sin detrimento de nuestra propia persona, sino sublimándola, divinizándola (Ego dixi dii estis), dándosele El mismo en posesión, a la vez que el alma queda por El totalmente poseída.
Ese es el término de la vida cristiana. En eso consiste la perfección; en eso consiste la santidad: en esa unión mística, inefable, con Dios, en la que ya sin estorbos sólo Dios vive y obra en nosotros. No viven en nosotros las criaturas, que han perdido sobre nosotros todo influjo, toda atracción. No vive nuestro yo en cuanto nuestro, porque se enajenó a sí mismo, entregándose a Dios totalmente. Y cuando el hombre así se entrega, el que obra en nosotros es sólo Dios.

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